La dignidad al final de la vida
Manuel González Barón es director Honorario de la Cátedra de Oncología Médica y Medicina de la UAM
Fuente: abc.es
Una sociedad verdaderamente solidaria debe centrar sus esfuerzos para ayudar a morir rodeado de las condiciones de dignidad a quien está llegando al final de su vida
No hay muertes dignas frente a muertes indignas. Lo que humilla y denigra la dignidad no es la enfermedad, sino la actitud de algunos de los que rodean al paciente, incluso de aquellos que lo tendrían que cuidar: la falta de amor.
La dignidad de la persona enferma, como la de cualquier otra persona, está ligada a su naturaleza, con independencia de sus circunstancias, de sus condiciones o de su actuación.
Toda persona, aun llena de taras y defectos, aporta al universo una contribución única e irrepetible que hace de ella alguien radicalmente irremplazable. Por esto, resulta degradante y éticamente inaceptable tratarla como si fuera una cosa, aunque sea para el progreso de la ciencia o aunque ya se considere un factor improductivo que solo genera gastos e incomodidad.
En una carta de un grupo de personas holandesas con discapacidad se decía «Sentimos que nuestras vidas están amenazadas… Mucha gente piensa que somos inútiles… Se nos intenta convencer para que deseemos la muerte, nos damos cuenta de que suponemos un gasto muy grande para la comunidad…». El valor de la persona no está en lo que le cuesta al Estado sino en su dignidad. Algunos argumentan que la eutanasia es un derecho de la autonomía individual que no afecta a otras personas (muchas veces no se trata de la autonomía del paciente sino la del pariente). En mi opinión pierden de vista su incidencia en la protección del bien común.
Quienes tenemos larga experiencia en la atención a enfermos con cáncer sabemos que muchas peticiones de eutanasia son un gesto, una llamada, una solicitud de ayuda por la soledad, el miedo, la desatención, el dolor o cualquier otro síntoma mal controlado, la falta de cariño o de compañía. Por eso suelo repetir que cuando un paciente dice: «Doctor, no quiero seguir viviendo…», se trata de una frase inacabada cuya versión completa ─lo he comprobado en numerosísimas ocasiones─ es: «Doctor, no quiero seguir viviendo así». En ese «así» es donde adquieren un papel fundamental los cuidados paliativos. Aquí es donde una sociedad verdaderamente solidaria debe centrar sus esfuerzos para ayudar a morir rodeado de las condiciones de dignidad a quien está llegando al final de su vida. Cuidándole de tal manera que no le quepa la menor duda de que, aunque esté muy deteriorado por el padecimiento, no ha perdido ni un ápice de su dignidad.
El juez Breyer, citado por H. Hendin en el prólogo de su libro Seducidos por la muerte, se preguntaba si la ausencia de centros de cuidados paliativos en Holanda estaba relacionada con la legalización del suicidio asistido y la eutanasia. Algo de esto puede haber ocurrido puesto que cuando los holandeses aprobaron estas prácticas, no existían los avances en cuidados paliativos de los últimos veinte años y aún no se disponía de los recursos actuales para enfermos terminales. Por ello, en una visión benévola se podría pensar que el fácil acceso a la eutanasia se deba a la falta del desarrollo de hospitales y centros de cuidados paliativos. Pero, sin duda también lo contrario, estos procesos de manera expansiva ahogan el desarrollo de estos servicios hospitalarios y centros apropiados para la dignificación del proceso de morir. También contribuyen a un claro y progresivo desinterés en investigar tratamientos y medidas para estos pacientes. Por ejemplo, en este tipo de escenarios no se hubieran desarrollado las pautas correctas técnicas y éticas de la sedación paliativa, que no supone un derecho de todo paciente porque lo pida él o sus familiares («sedación a la carta»), sino que se trata de un eficacísimo recurso para controlar síntomas refractarios a tratamientos convencionales y especialmente el sufrimiento no controlado, siguiendo unas indicaciones de aplicación muy precisas.
Me parece un dramático error despenalizar la eutanasia cuando hay todavía muchos enfermos en España que no tienen acceso real a cuidados paliativos de calidad. Muchos de los que defienden estos planteamientos pueden ser mañana víctimas de sus propios argumentos, y de esto yo he sido testigo. El camino no es otro, sino el de destinar más medios económicos y de todo orden para que estos cuidados y esta atención sea universal en el territorio español. Igualmente sería interesante imponer el estudio a fondo de la Paliación como asignatura obligatoria en todas las facultades de Medicina.
La Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948 y otros documentos posteriores vienen a concluir que el hombre tiene un valor absoluto, la dignidad, y esta no reside en optar por ejercer la libertad de vivir o morir. El ser humano no puede renunciar a su propia dignidad. Es por lo que se prohíbe la venta libre de órganos, un régimen de esclavitud o el canibalismo. En resumen, el ser humano se encontrará en situaciones de debilidad o vulnerabilidad por lo que habrá de ser defendido frente a terceros o frente a sí mismo por considerar que la defensa de su dignidad está por encima de su autonomía. La libertad es un valor sublime, pero tiene otros límites que son la libertad de uno mismo y la libertad de los otros. La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejerce en servicio de la verdad y resguarda la propia dignidad. Lo contrario es una libertad envilecida. Y, por último, la dignidad se fundamenta en el amor, la persona no puede vivir sin amor, ha nacido para ser amada y para amar. Sin amor el hombre no se comprende a sí mismo. Sin él se reconoce sin sentido. En ese amor experimentado es donde el paciente, el médico y el personal sanitario encuentran su razón de ser, ¿qué es sino la vocación, el voluntariado, la entrega, el esfuerzo por la tarea bien hecha, la solidaridad, etcétera? Es en el amor sentido y en el entregado donde el hombre encuentra su grandeza y su valía. Donde se reconocen a sí mismos como dignos, los pacientes y los profesionales.