Eutanasia y objetores de conciencia

(Fuente: ElMundo.es Autor: Rafael Navarro-Valls, catedrático y profesor de honor de la Universidad Complutense. Foto: Raúl Arias)

ACABA DE cumplirse el primer aniversario de la entrada en vigor de la ley de eutanasia. Un terna abordado ha sido el de los objetores de conciencia. Permítanme reflexionar sobre ellos.

La entrevista en Málaga entre Sánchez y Obama en junio me recordó lo que decía -y he repetido alguna vez- el algo hoy avejentado líder afroamericano en las duras elecciones a la presidencia:

«Los radicales se equivocan cuando piden a los creyentes que dejen su religión en la puerta antes de entrar en el foro público. De hecho. la mayoría de los grandes reformadores de la historia estadounidense no solo estaban motivados por la fe, sino que utilizaron repetidamente el lenguaje religioso para argumentar en favor de su causa. Así que decir que los hombres y las mujeres no deberían inyectar su moralidad personal en los debates de política pública es un absurdo en la práctica. Nuestra ley es, por definición, una codificación de la moral, de base judeo-cristiana».

No se refería directamente a la eutanasia, pe­ro sí definía un marco en que los objetores a la misma encuentran fácil acomodo. Aunque conviene observar que no siempre la objeción tiene una base directamente religiosa, sino con frecuencia deontológica.

Esto explica que es un error abordar los conflictos entre conciencia y ley desde el punto de vista de las exenciones. Como si los objetores fueran personas anó­malas que solicitan primordialmente ser eximidas de las leyes. Eso sería una clara intolerancia poco compatible con la concepción del Estado de derecho como Estado de derechos. Y, desde luego, jamás lo aplicaríamos a otras características que definen el ser de las personas, como, por ejemplo, la orientación sexual, el origen étnico o ciertas carencias físicas.

Por eso, el Tribunal de Estrasburgo (Eweida y otros c. Reino Unido,15 enero de 2013) ha declarado que cuando tiene lugar un conflicto ineludible entre una norma legal y un deber moral sustentado por «creencias religiosas o de otro tipo, asumidas de manera genuina y seria», hay que partir de la base de que la libertad de conciencia está protegida por el art. 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

Y el Consejo de Europa en su resolución 1763 del Consejo de Europa: «1. Ninguna persona, hospital o institución será coaccionada, considerada civilmente responsable o discriminada debido a su rechazo a realizar, autorizar, participar o asistir en la práctica de un aborto, la realización de un aborto involuntario o de emergencia, eutanasia o cualquier otro acto que cause la muerte de un feto humano o un embrión, por cualquier razón…».

Probablemente, la razón de esta contundencia radica en que la libertad de conciencia no es un interés privado, una especie de objeción de conveniencia, sino un interés público de la mayor entidad, pues se trata de un derecho fundamental, cuya tutela es responsabilidad del Estado y de la comunidad internacional.

Conviene recalcar que la protección de la libertad de conciencia de una persona no depende de que estemos de acuerdo con sus valores morales, al igual que la protección de la libertad de expresión no depende de que haya un consenso con las ideas expresadas. Su protección radica en que se trata de un ámbito de autonomía personal en principio intangible, que solamente puede ser «invadido» cuando hay una verdadera necesidad (sentencia TEDH Bayatyan, Gran Sala, 7 juUo de 20U). De ahí que la gravedad y el carácter imperativo de la obligación moral que le lleva a objetar habrán de dictaminarse desde la perspectiva de quien objeta, no desde el punto de vista del Estado y sus funcionarios.

Por eso, un factor a tener en cuenta es la conveniencia de que los poderes públicos mantengan un diálogo con los actores sociales antes de elaborar la ley. Como dice el profesor Martínez Torrón:

«Una sociedad que aspire a ser inclusiva y respetuosa de la diversidad ética de los ciudadanos, debe saber prevenir el conflicto en estas cuestiones, para lo cual es necesario tener canales abiertos de comunicación con el entorno social y las instituciones en que la norma tendrá efectos».

Aunque hasta ahora hemos hablado de objetores de conciencia individuales, conviene preguntamos por la objeción de conciencia. institucional. De entrada, podemos afirmar con la profesora Valero que la autonomía de los entes religiosos está protegida frente a las injerencias del Estado en términos muy parecidos a como se tutela el ámbito de la conciencia indi­vidual. Incluso desde la perspectiva de quienes sostienen que únicamente las personas individuales tienen propiamente conciencia, no puede desconocerse que las instituciones son titulares, como los individuos, de la libertad de religión y creencias. Y ello tanto desde el punto de vista del Derecho español como del Derecho internacional.

La Constitución española es contundente: «Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y comunidades». Con la misma claridad se expresa la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980 (art. 2.2). Y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional siempre lo ha dado por supuesto (STC 46/2001, de 15 de febrero de 2001, entre otras). Y en lo que respecta al Derecho europeo, el Tribunal de Derechos Humanos ha insistido en la necesidad de que el Estado evite cualquier invasión de la autonomía de las instituciones religiosas e intervenir en sus asuntos internos.

Pero tal vez sea parte del Derecho iberoamericano la que con mayor claridad ha defendido la objeción de conciencia institucional en el ámbito sanitario. A este respecto suelo citar la reciente sentencia de 18 de enero de 2021 del Tribunal Constitucional chileno que concluyó que

«la objeción de conciencia institucional no puede ser objeto de condiciones o requisitos legales que impidan su libre ejercicio».

Y, más concretamente: «La firma de un convenio de salud (por una institución privada) solo implica una transferencia respecto a un determinado quehacer y no a un cierto modo de ser, en que se comunique a los privados la imposibilidad que pesa sobre el Estado de aducir una eximente. De aceptar la ejecución de determinadas acciones de salud no se sigue que tenga que aceptar otras, renunciando con ello a su identidad y al derecho a apelar a la objeción de conciencia constitucional».

Observaba antes que los objetores no son personas anómalas. Conviene profundizar algo en esta cuestión. En el campo de las justificaciones a la objeción se observa -a ritmo lento- un trasvase de la conciencia de fundamento estrictamente religioso a la enraizada en creencias agnósticas o incluso ateas, y en la llamada «conciencia política». Contestaciones a determinadas leyes, basadas en creencias que desempeñan en la vida de la persona un papel de importancia semejante al que ocupa Dios en la vida de quienes practican una religión tradicional.

SIN OLVIDAR una metamorfosis más de fondo que reivindica, con alguna frecuencia, no ya la verdad en la contestación a la ley sino más bien un conjunto de valores subjetivos. La reivindicación del derecha contra la ley se transforma en la praxis contra el Derecho. En este sentido se ha observado que el objetor, a veces, de custodio de la verdad -en su sentido atemporal y objetivo- pasa a creador de una verdad futura, histórica y subjetiva.

Y es que entre conciencia y ley existe una delgada frontera en la que no es raro que se produzcan inciden­tes fronterizos. El problema aquí es que en algunas democracias -también en la española- esos incidentes están proliferando. Ante esta multiplicación caben dos posturas:

creer que la objeción de conciencia es un vulnus a los principios democráticos o, al contrario, entender que la objeción «es un fruto maduro de la democracia, que conjuga el presente de la norma con el futuro de la profecía» (R. Bertolino).

Por lo demás, coincido con quienes entienden que cuando una mayoría renuncia a imponer su voluntad a las minorías disidentes, entonces es cuando las sociedades democráticas dan prueba no de debilidad sino de fuerza. El hecho de que los objetores planteen una nueva legalidad constituye una aceptación implícita del ordenamiento jurídico, aunque sea con intención de superarlo. De este modo no son personas anómalas, sino ciudadanos maduros que intentan superar con valores la pura formalidad legal

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